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La mujer en el budismo

Actualizado: 1 may 2022

Más allá de los tópicos que nutren la percepción que tenemos del budismo, en cuanto se empieza a sacar la cabeza por esta fascinante tradición milenaria, es normal que surjan ciertas preguntas. Como por ejemplo, quién era el Buda o qué le motivó a iniciar su camino. Y cuando se profundiza aún más, y si encima nos interesa la perspectiva feminista, es inevitable preguntarse qué papel han jugado y juegan las mujeres en el budismo -pues a simple vista parece que solo hay maestros visibles. Y, por qué no, es normal preguntarse si hubiera sido posible que el Buda abandonara su mujer, su hijo y responsabilidades domésticas como lo hizo en pos de una verdad espiritual, si hubiera sido mujer.



Una historia androcéntrica del budismo


En este artículo intentaré distinguir dos focos: uno será el del trato y visión de la mujer a lo largo de la historia del budismo, y otro es la consideración de la mujer dentro del corpus de enseñanzas budistas. Es decir, atenderé a un registro contextual e histórico en relación con la mujer, y a un registro filosófico, en términos de visión.


Y dado que distingo dos niveles de reflexión, también eso implicará dos afirmaciones: la primera es que, atendiendo al sentido, la práctica y los objetivos del budismo, podemos decir que el budismo es feminista. Sin embargo, esta afirmación convive con una realidad social distinta que me obliga a afirmar que, a la vez, que el budismo no es misógino, pero sí ha sido androcéntrico y se ha desarrollado bajo estructuras patriarcales. Eso sí, trataré de defender por qué, y siguiendo a Rita Gross, “los sistemas de privilegio y honra masculinos de orden patriarcal y androcéntrico no son budistas” (Gross 2005: 122).


Como puede que aquí hayan llegado personas familiarizadas con el budismo pero no con el feminismo, me permito aclarar qué significan estos términos, ya que los utilizaré en varias ocasiones. Por misoginia entendemos una visión de la mujer como un ser inferior, implica un trato y consideración hostiles, así como un fuerte sentimiento de aversión hacia las mujeres. Por patriarcado entendemos la relación social de dominación en la que los hombres detentan una posición de poder y superioridad por encima de las mujeres. Y, finalmente, el androcentrismo presupone que el hombre es la medida para todas las cosas, es una forma de pensamiento que coloca a las mujeres en el esquema de “cosas” definido por los varones (Gross 2005: 43), por lo que la experiencia subjetiva de la mujer queda siempre subsumida a la del hombre.


Entonces, para empezar: ¿qué ha pasado con las mujeres a lo largo de la historia del budismo? Me encantaría decir que, por fin, voy a hablar de una historia excepcional en comparación a la de toda la humanidad; que la doctrina del Buda, puesto que rehúye consideraciones misóginas, ha permitido que las mujeres fueran respetadas y recibieran un trato justo y equitativo. Pero no. Claro que no. En la historia del budismo, e igual que ha sucedido con otras tradiciones, las mujeres “han sido encerradas en el silencio” (Tsultrim Allione 2007).

Dentro de la literatura especializada sobre el budismo, así como en el género de biografías espirituales, las mujeres han sido una terra incognita (Gross 2005: 42), dado el carácter androcéntrico del legado budista. En realidad, hasta la fecha, la inmensa mayoría de relatos históricos que nos llegan lo hacen bajo el paradigma del androcentrismo. Y si, ¿no por qué sabemos tanto de la experiencia de los hombres en la guerra y tan poco sobre la vivencia de las mujeres durante los mismos acontecimientos? ¿Por qué conocemos a tantos hombres artistas hombres y, sin embargo, a tan pocas mujeres artistas? ¿Por qué nuestra historia está plagada de grandes hombres que cometieron hazañas increíbles y, por el contrario, no sabemos nada de las mujeres con quienes convivieron y compartieron? Esto implica que nuestra visión del pasado -y por lo tanto del presente y las oportunidades que presenta-, está sesgada. La historia en clave androcéntrica, por definición, no puede ser correcta, pues excluye a la mitad de la población en las experiencias, testimonios y relatos de las historias en minúscula.


Volviendo al budismo, se conservan muchísimos relatos que cuentan las dificultades y las hazañas de monjes, laicos y yoguis en el camino a la iluminación, pero el mismo tipo de literatura protagonizada por mujeres es mucho menor. Pero el androcentrismo no solo implica que la experiencia de las mujeres sea ninguneada, sino que, a la hora de estudiar los eventos que impliquen a mujeres, es probable que los historiadores o académicos que señalen la importancia de unos hechos u otros, también lo hagan bajo este prisma. Así por ejemplo, la estudiosa Rita Gross es muy crítica con que se haya hecho tanto hincapié en el momento en el que Buda dudó acerca de si aceptar a mujeres en sus orden monástica y, por el contrario, se haya omitido el relato del Therigatha, considerada una de las primeras antologías universales de la literatura femenina, un poemario que reúne los logros y realizaciones de, precisamente, las primeras monjas que practicaron al lado de Buda.




Y os preguntaréis: ¿por qué el Buda fue reticente a aceptar mujeres en su orden? Pues la respuesta que sostienen la mayoría de académicos es que “el contexto social y cultural de la época no estaba preparado para asumir una innovación tan radical y que la vida en la orden monástica se volvería algo más complicada” (Gross 2005: 62). Sin embargo, también es la única ocasión de la que se tiene constancia en toda la literatura del budismo de los orígenes en las que el Buda, primero reticente a introducir tal novedad en su comunidad, modifica su postura por la influencia de sus discípulos. Y este cambio en su planteamiento inicial lo retomaré más adelante.


Sin embargo, es cierto que, a lo largo de la historia del budismo, encontramos textos misóginos, que dudan de las posibilidades de las mujeres para practicar de verdad o alcanzar el nirvana, aunque estos jamás sean en boca del Buda -pues no hay ni un verso en todo el canon pali o la literatura antigua en la que el Buda dude de la posibilidad de la mujer de llegar al estado de despertar último (Gross 2005: 63). También hallamos textos, y ya especialmente a partir del budismo mahayana, que apuntan “a las enormes dificultades que supondrá para una mujer alcanzar el despertar último”, no por un problema inherente a las mujeres, sino porque las condiciones para ella siempre serán mucho más arduas y peligrosas (Gross 2005: 106). El problema de esta visión es que puede conllevar una especie de autocomplacencia, en la que las “pobres mujeres” deben adaptarse a unas condiciones sociales muy hostiles y no se haga un esfuerzo conjunto por combatirlas.


A medida que va desarrollándose el budismo, y ahora nos volvemos a situar en el mahayana, encontramos cada vez más textos que señalan que el Dharma o el despertar no es ni masculino ni femenino (Gross 2005: 116). Esto se debe a que una de las enseñanzas centrales del budismo mahayana es la visión del madyamika, que pone énfasis en el concepto de “vacuidad”. “Sunyata” en sánscrito, vacuidad, significa la condición no sustancial ni esencial de los fenómenos. Por lo que se es hombre o mujer solo en apariencia. Así, el género no contiene nada fijo o inherente al individuo (Gross 2005: 110). En un texto emblemático del budismo mahayana conocido como el Sutra de Vimalakirti, uno de los personajes femeninos que aparecen proclama que “la forma femenina y las características innatas ni existen ni no existen” (Gross 2005: 115).


Tanto es así, que en China encontramos representaciones andróginas de Avalokiteshvara, el arquetipo de la compasión, puesto que se considera que no es ni hombre ni mujer, y que adoptará la apariencia más efectiva para ayudar (Gross 2005: 121), sea hombre, mujer, o ni hombre ni mujer. Pero a nivel social, las practicantes laicas y las monjas vivían un discretísimo protagonismo y las ayudas con las que contaba la comunidad monástica femenina siempre eran mucho inferiores a las de los monjes.


Si pasamos ahora al budismo vajrayana o tibetano, que históricamente lo situamos a partir del siglo V d.C. y supone un cambio de paradigma respecto al budismo de los orígenes, como lo fue el mahayana. El budismo tántrico o vajrayana señala “el carácter sagrado del mundo de los fenómenos” (…) lo que implica que “todas las experiencias y emociones humanas son áreas susceptibles de ser trabajadas y transmutadas” (Gross 2005: 124).




Esta rama del budismo es claramente más favorable hacia la mujer respecto a las formas anteriores de budismo. No solo eso, sino que Rita Gross se atreve a afirmar que el budismo vajrayana con relación al tema que nos ocupa, “se encuentra entre las más favorables que puede haber en las grandes tradiciones religiosas en cualquier momento de su desarrollo” (Gross 2005: 125). Ahora bien, esto no implica que el trato peyorativo o que la desconsideración hacia la mujer haya sido superada en esta forma de budismo: así, por ejemplo, Yeshe Tsogyal, Nangsa Obum, Lakshiminkara y otras heroínas históricas se enfrentaron a un sinfín de dificultades, a veces ataques y abusos, por el simple hecho de ser mujeres. Tampoco las estructuras de poder en la actualidad están demasiado representadas por mujeres, y el sistema de reencarnación o de tulkus (Gross 2005: 137), fundamental en esta tradición, es sospechosamente masculino. Aun así, los estudios coinciden en señalar que “las mujeres tibetanas gozaron de mayor libertad y autodeterminación para adoptar una vocación religiosa independiente” pero, a la vez, “tuvieron muchas restricciones y puertas cerradas ante sí”. (Gross 2005: 133).

A nivel doctrinal o filosófico, el principio femenino resulta primordial y se admira enormemente la grandeza espiritual en el pasado o actual de algunas mujeres, monjas o laicas. Así por ejemplo, la figura de la yoguini, que no es ni monja ni seglar, adquiere un protagonismo muy importante. Suelen ser itinerantes, viajan de un lugar a otro, por lugares como Tíbet o Nepal, a veces solas, a veces con otras yoguinis, o en otras ocasiones con yoguis, y se instalan en sitios aislados para practicar de forma intensiva durante periodos largos. Si bien en algunos casos no tienen una gran formación filosófica, son conocidas por alcanzar estados de meditación avanzados y por ello muchos practicantes parten en su búsqueda para que se conviertan en sus maestras de meditación (Gross 2005: 135).

Pero no solo eso, el budismo tántrico cuenta con algunos aspectos doctrinales que, bien entendidos y practicados, deberían suponer una enorme y profunda consideración hacia la mujer. Veámoslo: Sakya Pandita, uno de los maestros más importantes del Tíbet y uno de los fundadores de la escuela Sakya, en el siglo XI resumió las obligaciones de los seguidores del tantra, en forma de 14 votos tántricos o samayas que debían seguir. Los samayas no son mera formalidad, al contrario: tienen un enorme peso en el budismo vajrayana y deben ser tomados en cuenta como eje para la práctica (Gross 2005: 154). Y dice así:


Si alguien denigra a las mujeres que gozan de la naturaleza de la sabiduría, incurre en la decimocuarta falta grave. Es decir, las mujeres son el símbolo de la sabiduría y de sunyata, y dan muestra de ambas. Es, por tanto, una falta grave vituperar a las mujeres de cualquier modo posible, diciendo de ellas que no poseen mérito espiritual alguno y que están hechos de elementos que no son limpios, sin considerar sus buenas cualidades. (Gross 2005: 154).


Este voto supone que en ningún caso debe denigrarse a las mujeres porque ellas comparten la naturaleza de la sabiduría y exhiben sabiduría y sunyata. Evidentemente, y siguiendo a Gross, que fuera necesaria la creación de un voto tan explícito señala que las mujeres eran denigradas por algunos budistas y, a la vez, que el menosprecio es un obstáculo para el desarrollo espiritual (Gross 2005: 154).


Para entender este aspecto bastante esotérico según el cual la mujer “es de la naturaleza de la sabiduría y exhibe sabiduría y sunyata”, hay que introducir algunos conceptos claves del budismo vajrayana. Esta rama del budismo considera que la no dualidad o la coincidencia de los opuestos como una meta a lograr, un estadio de realización espiritual completo. Así, el principio femenino y el masculino forman una “díada unitaria”, que se simboliza en las representaciones iconográficas con el abrazo sexual entre un hombre y una mujer (Gross 2005: 157), pero también se utilizan otros pares como “la campana y el vajra, la izquierda y la derecha, el sol y la luna, las vocales y las consonantes, el rojo y el blanco” (Gross 2005: 157).


Así, el principio femenino representa el espacio que todo lo abarca, de donde surgen y se manifiestan los fenómenos. El espacio es vacío y, a la vez, sabiduría, que se considera “femenino”. Esta es la razón por la que en muchas prácticas meditativas se señala la naturaleza sagrada y reverenciable de los órganos sexuales femeninos. El principio masculino es lo albergado por el espacio, y es la activida y la compasión. De modo que, sabiduría y compasión resultan inseparables en el budismo vajrayana porque, siguiendo el planteamiento del madyamika, “forma es vacío pero vacío es asimismo forma”. (Gross 2005: 158). Ahora bien, es fundamental entender que “no son dos entidades separadas ni constituyen una única entidad, son una unidad diádica (…), ambas se interpenetran, son inseparables entre sí y se necesitan mutuamente” (Gross 2005: 157).


Insisto en que esta última idea es importante porque una posible crítica a esta visión es presuponer que el ideal de práctica consiste en emular y desarrollar el principio que mejor se acople al sexo fisiológico: así, las mujeres deberían cultivar y potenciar el principio femenino, y los hombres el masculino. De modo que las mujeres deberían trabajar actitudes silenciosas y quietas, más pasivas; y los hombres, por el contrario, deben estar siempre ocupados en salvar el mundo y ser menos adaptables Gross 2005: 160). Por supuesto, este es un error base de comprensión: no, a los estudiantes se les anima a desarrollar tanto la sabiduría como la compasión, y de ahí que todas las prácticas vajrayana implican un uso equitativo tanto de un principio y de sus representaciones como del otro.


Finalmente, para cerrar la revisión del budismo tántrico, otro aspecto fundamental es la figura de la dakini o khandro, que significa “la que baila en el espacio”. La dakini tiene cuatro aspectos: uno secreto, que es “la manifestación de los aspectos fundamentales de los fenómenos y de la mente, la naturaleza de la sabiduría sin forma de la mente misma” (es decir, el espacio y sabiduría del que he hablado); otro aspecto interno, que representa “la deidad de meditación que personifica las cualidades del despertar último”; un aspecto exterior, que representa “la red enérgica de la mente encarnada en los canales sutiles y el aliento del yoga tántrico” y el nivel último, en la que considera que “cualquier mujer es un tipo de dakini”. (Simmer-Brown 2007: 34).

Así, tras hacer un repaso de las formas históricas que ha asumido el budismo respecto a la mujer, y siguiendo a Rita Gross apunta, podemos llegar a tres generalizaciones.


La primera es que el rol y representación de las mujeres siempre se ha mantenido en debate, y de ahí han surgido dos posturas. Una de ellas es, -y lamentablemente es a la que estamos muy acostumbradas en muchos ámbitos de nuestras vidas-, apunta a una visión negativa de las mujeres. Esta visión se expresa en términos misóginos o bien en términos compasivos por un colectivo que encuentra tantas dificultades para existir. La segunda postura considera que las mujeres tienen exactamente las mismas capacidades espirituales que los hombres, que el género no importa en absoluto para los logros espirituales e “incluso que, para sujetos inusualmente motivados, la feminidad es una ventaja” (Gross 2005: 176). Hay que remarcar que las dos visiones respecto a la mujer conviven y hay evidencias de su existencia en todas las formas y periodos del budismo.


La segunda tendencia a la que apunta Gross, respecto a “los roles e imágenes de las mujeres”, es que en las formas más tardías del budismo va ganando relevancia la idea según la cual no se debería ejercer ninguna forma de discriminación hacia las mujeres y que el género resulta una categoría sin importancia en la vida espiritual: es decir, que la realización espiritual no depende de si se es hombre o mujer.


La última generalización indica que, si bien la visión histórica mayoritaria ha sido aquella según la cual el nacimiento femenino representa un problema, en realidad resulta mucho más apropiado y coherente con la doctrina budista que el género no sea determinante para la práctica del Dharma (Gross 2005: 176).


Voy a terminar desarrollando un poco esta última idea. El budismo, “a pesar de no haber considerado en profundidad las convenciones de género como un aspecto del ego imbuido en el sufrimiento” (Gross 2005 196) -y eso es realmente raro viniendo de una tradición con un hondo conocimiento sobre cómo se configura la identidad-, comparte la pretensión del feminismo interseccional de liberar a los seres del sufrimiento. Porque el budismo parte de la constatación de la condición interdependiente de la realidad y, por ello, especialmente en el mahayana y el vajrayana se entiende que no puede haber una felicidad plena si ésta no pasa por un compromiso con el bienestar de todos los seres, sin excepción. Por ello puede suscribir la afirmación de Audre Lorde según la cual “no hay nada como la lucha de un solo problema porque no vivimos vidas de un solo problema”.


No podemos decir que el feminismo sea budista, en tanto que es un movimiento muy diverso y plural, y no todas las feministas se avendrían a compartir algunos supuestos filosóficos budistas, pero es innegable que, a pesar de las diferencias que pueda existir, y tal y como dice Gross, hay una enorme semejanza entre ambas visiones. Pues las dos “examinan la forma en que los patrones de comportamiento habituales del ego suponen una traba para el bienestar básico” (Gross 2005: 196). Pero en este sentido, y dado la experiencia, bagaje y compromiso del feminismo para atender las distintas esferas de la política, la economía y la organización social (Gross 2005: 200) y a las distintas manifestaciones del sufrimiento que ahí se expresan, el budismo actual tiene mucho que aprender del feminismo.


Por su parte, el budismo puede dotar el activismo feminista de herramientas para aprender a manejar la ira que, bien empleada, es útil pero no tan corrosiva ni agotadora. Por último creo que es importante reivindicar lo que dice Gross y es que las enseñanzas budistas sobre el sufrimiento pueden ser un recordatorio útil para comprender que, en última instancia, el sufrimiento y angustia que experimenta el ser humano no se eliminará en una sociedad post-patriarcal (Gross 2005: 199). Está claro también que, si el budismo quiere mantenerse fiel a su propia visión, debe trascender las estructuras patriarcales y el sesgo androcéntrico (Gross 2005: 224).


El machismo y otras formas de opresión son sistémicos. Es decir, forman parte del ADN de nuestros sistemas sociales, políticos y, como animales gregarios que somos, también de nuestras prácticas y discursos cotidianos. Pensar que la práctica del Dharma nos protege del machismo y que nos convierte, de facto, en personas que no discriminan, es peligroso. Reducirlo todo a la vacuidad o a la realidad última es olvidar la realidad relativa y el sufrimiento de los seres. En este caso, de todos los que sufren alguna forma de opresión. Como todas las cosas importantes, la perspectiva de género no solo se piensa o se discute, se practica, y debe aplicarse también en el budismo. Pero esto no es algo que debería asustar a ningún practicante budista. El mismo Buda replanteó su posicionamiento y accedió a modificar la estructura de su orden. Y es que el Dharma consiste, básicamente, en sacudir nuestros presupuestos y asunciones, y arrancar de cuajo todo aquello que no sirva a un propósito compasivo y sabio. Así que sí, son tiempos para que la espiritualidad sea feminista.


Bibliografía empleada:

Gross, Rita (2005). El budismo después del patriarcado. Trotta: Barcelona.

Simmer-Brown, Judith (2007). El cálido aliento de la dakini. MTM Editores: Barcelona.

Tsultrim Alione (2007). Mujeres de sabiduría. La Liebre de Marzo: Barcelona



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